"¡Aquí no hay nada!". Ese era el mensaje que aparecía en este blog cuando lo abrí. Aquí no había nada más que un nombre y una descripción que no describe nada y que complica aún más el (re)conocimiento de estos impulsos vanos. Mi reconocimiento. Aquí no hay nada, solo una advertencia recursiva: aquí hay la nada, un punto vacío, una promesa, la promesa de la nada, la promesa de que no se va a prometer nada, la otra cara del ser (el trabajo, la vida, la memoria). Aquí hay un letrero que dice que no hay nada, aquí lo único que hay es el testimonio de una empresa diferida, prolongada hasta el cansancio, hasta mi propio límite; deformada para definirse en su deriva de imperfección y ruina. Aquí no hay nada, porque hasta ese "¡Aquí no hay nada!" se niega a sí mismo. Aquí no hay nada, aquí no ha habido nada, eso que aquí dice "Aquí" no es nada, y lo dice sin miedo, y lo reafirma con orgullo, y lo niega valiente, y lo grita con locura mientras niega hasta el espacio que ocupa en medio de una hoja de papel, o de la nube, o de la web, o de la nada. Aquí hay algo que dice que no hay nada que diga algo.
Aquí no hay nada definitivo.
Aquí no hay nada terminado. Aquí hay la nada: el caos.
¡Aquí no hay nada!, entre signos de exclamación. Aquí nada: no hay nada y nada se dice, y se dice gritando que nada se dice. Y se dice "¡Aquí no hay nada!" con el mismo frenesí con el que mandaste a chingar a su madre a alguien. ¡Aquí no hay nada!, ¡Aquí no hay pa' cuando!, ¡Aquí no hay pa' dónde!, ¡Aquí no hay por dónde! Aquí no pasa nada, porque aquí no está en ninguna parte. Aquí es lo indeterminado, lo inexistente, lo que es innombrable, lo vacío (y lo viciado). Aquí es la muerte, el instante, lo inútil, lo grosero; aquí es el país de las cosas rotas, quebradas, depuestas, abandonadas, odiadas, de las cosas llevadas a su último paroxismo, donde explotan y se hunden en la historia de sus eternas asfixias. Aquí no es, aquí no hay, aquí no vive, aquí no. Ni aquí, ni allí, ni en el aquí que nombro, ni en el aquí que aquí que habito, o el aquí que pretexto. Aquí no es este espacio donde digo "yo", donde se dice "yo", donde algo dice "yo" para negarse en una paradoja amada. Aquí no hay nada: no hay un aquí y una nada.
Y por eso aquí no habrá nada. O tal vez haya un simulacro, y el simulacro tal vez se trate de otra negación fundamental: la de la cosa por banalización, la de la propia sensibilidad, la de saberse en presencia de lo presente. Tal vez aquí haya (halle) la huella de algo que no es: la nada como fantasma, fenómeno, suspiro, guiño, alusión. La nada como la negación de lo que ha sido y se fue sin despedirse.
Así que aquí no habrá nada, si con la nada nombramos lo otro de algo concreto: aquí no habrá nada, aquí habrá la bicicleta, el peón, la plumilla, los colmillos, el azul, la muerte, el tiempo, el amor, la locura, el acento, pero no habrá rodadas ni partidas ni canciones ni heridas ni cielos ni llanto ni canas ni besos ni poemas ni gramáticas. Aquí no habrá nada más que una sombra de un viejo filósofo calvo negándose a sí mismo en un Ágora sin gente, y repitiendo sin cesar que solo se puede negar a sí mismo quien existe de verdad. Aquí no estoy hablándote, hablando té, ablando té, aquí no te escribo, aquí no me escribo, "aquí no" me escribo: aquí, "no" me escribo.
Aquí no hay nada, amigo. Dese la vuelta y regrese sobre sus pasos. Para usted, que llega buscando algo (una historia por entregas, un consenso, una salida, las llaves de un imperio, el poema que tiraste a la basura antes de darte de cuenta de que un verso valía la pena, tu vergüenza más constante, la última vez que besaste a tu padre): no hay nada.
Aquí hay algo, amigo: el impulso de la nada. El impulso de una pluma que no ha dicho nada, y al decirlo lo ha dicho todo.
En el principio era Dios, y sin Él nada era nada.
En el principio era yo, entre Dios y la nada.
En el principio era la nada, y la nada fue un todo donde se formó la tragedia de no ser nada más que el eco de la memoria en la espuma del tiempo.
G. Alquicira Zariñán