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PATÁFORA DE QUIEN CORRE TRAS UNA GORRA (versión del autor)

Este ensayo tiene su origen en un ejercicio creativo que nos impusimos en LVI. El proyecto se llamaba "Esto no es una cosa"; el objetivo era que cada participante describiera el objeto con el que los demás lo asociaban más, pero en la medida literaria justa para hacerlo trascender su coseidad (obviamente, la dirección menos escarpada para lograr esta misión era disfrazar ese objeto de amuleto). La versión final de mi propuesta está cercenada; esta tiene menos tajos editoriales, pero su verdadero atributo es que, a diferencia de aquella, no se trata, ella misma, de un amuleto.


Patáfora de quien corre tras una gorra


La ‘patafísica es la ciencia que estudia las leyes que rigen las excepciones. Aquí nos servirá para estudiar la excepcionalidad de las prendas para cubrir la cabeza.

Por Gerardo Alquicira Zariñán

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Desperdicios sembrados al azar, el más hermoso orden del mundo.

Heráclito.

Las designaciones colectivas son consensos arbitrarios. Asigno nombres universales a un número concreto, pero parcial, de atributos comunes que me da la idea de una semejanza constante entre varias cosas. La suficiencia del número y la magnitud de estos atributos (lo que hace que los perros sean perros y no manzanas; las manzanas, manzanas y no personas; las personas, personas y no domingos; los domingos, lunes y no viernes…) es apenas un poco menos arbitraria que esa primera asunción —¿a las fabulosas sirenas del Emperador las define el ser sirenas, la posesión imperial o su portento?
   
Aunque el ímpetu de esta conjetura me pide inferir que la tipología de estos atributos también es arbitraria e infinita, para mi fortuna no es infinita, y no es puramente arbitraria. Compruebo lo primero porque ordeno las cosas por fachadas, genealogías y usos, no más; otros parámetros (aficiones, afectos, efectos, defectos…) son variaciones de alguno de estos tres principios.* Compruebo lo segundo porque una taxonomía tan moderada no me deja mucho margen de acción. Esta es una paradoja que la ciencia no me ha podido resolver desde que se nos apareció en una pesadilla decimonónica (me refiero aquí a la novela neocientífica Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico): contamos con un sinnúmero de cajas mentales para almacenar y ordenar nuestro saber acerca de un mundo que carece de toda clasificación nata.

El pensamiento universal es una arbitrariedad metodológica. Pero no es que el mundo sea irregular en su médula, sino que se trata de una cosa regular que constantemente se encapricha. Mi primera dificultad científica está en saber qué hacer con los fenómenos que son lo suficientemente excepcionales para darse a notar, pero tan poco anómalos como para que no pueda compararlos entre sí —además,  no sé qué hacer con el hecho de que todos los fenómenos cumplen ambas características, en mayor o menor medida. Ayer salió el sol al amanecer, como hoy en la mañana; cuando desperté el 24 de abril de 2014, allí estaba su brillo, muy parecido al que iluminó el alba siguiente: me he convencido de que puedo esperar lo mismo mañana porque un día es igual a otro y a otro, pero también comprendí que no podré quejarme si al rato inicia la noche eterna, porque veo los días pasar, pero en ningún lado miro al Tiempo (con mayúscula).

La ley de las excepciones

La segunda tiene que ver con el hecho de que una ley también se llama ley, aunque regule una sola voluntad. No libro a las cosas de toda normatividad cuando las pienso como entes particulares; aun lo que ha decidido ignorar una regla extrínseca se autorregula. Sé que teorizar lo particular no es menos arbitrario que el pensamiento generalista, pero también que ese acercamiento tiene una ventaja sobre este: la seguridad procedimental y discursiva de lo concreto. Acercarme a la cosa desvenada de todo lazo de sangre me ahorra el despotismo selectivo: me arroja más allá del ideal, me deja deslizarme por debajo de la representación, me invita a pensar en la potencia del ente concreto y me enseña a habitar lo posible.

Hay una ciencia que estudia las leyes de la excepcionalidad: la ‘patafísica, así, con apóstrofe, para “sortear los retruécanos fáciles” que pueden aparecer en francés: patte à physique (“la pata de la física”), pas ta physique (“no tu física”), etcétera. Su objeto es el fondo consensual de esas cosas que llamamos leyes y que nos excusan para cuestionar la suficiencia de lo regular; como la excepción es su regla, y esa regla se regula a sí misma, su método es una actitud irónica y hasta gozosa de lo que está más allá de lo que se manifiesta (o sea, de lo que se posa sobre la representación, habida cuenta de que la misma representación es, en principio, una imagen que se posa sobre una lejanía ─¿la verdad?). La ‘patafísica es la ciencia que estudia la excepción de la excepción, teoriza las leyes que lo singular se impone a sí mismo, celebra la irregularidad universal y sugiere, de paso, que las libertades no toleran la norma.

La gorra del patafísico

Tal vez no hay un objeto con más propiedades patafísicas que una gorra (en general, a casi todo género de prenda concebida para la cabeza puedo atribuirle este prodigio). Pero no es que esas cosas sean excepcionales: lo es el absurdo de cubrirme la cabeza. Lo específico de la gorra es que la ley que se impone a sí misma es la de la ‘banalidad (así, con apóstrofe, para sortear este fácil retruécano: vanidad). No es de esta manera como sucede el nombrado prodigio, pero diré que sí: las gorras existen para dinamitar sus disposiciones usuales, para negar toda generalidad de uso.

Probablemente, el sombrero (este sombrero), la gorra (esta gorra) y el gorro (este gorro) son cosas inútiles que solo existen para convencerme de que son cosas que mi cabeza necesita. Ellas son las únicas prendas que uso hasta cuando no hacen falta, pero sin otorgarles con ello un fin ornamental acabado: me descalzo si sé que no caminaré más o cuando andaré sobre una superficie más agradable que la del fondo de mis zapatos, saco esos collares del joyero si sospecho que habrá ojos que los admirarán en mi cuello, ese anillo es una confesión y un imperativo dócil (“estoy casado, no lo intentes”)… En cambio, uso el sombrero para darme sombra aún bajo techo; hago el ridículo de correr tras la gorra cuando el viento me la arranca de la cabeza, aunque sé que la vanidad no es fresca ni desahogada; me cubro la cabeza para que nadie note que ahora está vacía (no para llenar el vacío, sino para negarlo). Ahí está su punto: la gorra tiene usos irregulares y propósitos muy poco susceptibles de observancia.

Mi cabeza no está hecha para sostener una gorra

Antes de embarcarme en esta especulación lúdica, no leí mi declaración de principios: diré, a modo de axioma, que me sorprende que una cosa que se empeña por negarse una verdad predestinada luego admita que lo hace porque la naturaleza de toda naturaleza es brumosa: me hace admitir que el ser de la naturaleza soporta su bruma, luego, que la naturaleza es, porque algo debe ser constante para que le suceda un accidente. Esta observación, por desgracia, no es banal: lamento profundamente que deba invocar el equívoco, la redundancia y hasta la contradicción para hacer texto. En cambio, no lamento que un texto que da cuenta del fin de un principio comience con una declaración de principios que, como se verá al final (el verdadero principio), él (yo) mismo se encargará de rebatir.

Este ensayo no está hecho para sostener una norma

Al entrar en ese juego, al usar la gorra, al negar sus funcionalidades esenciales, al obviar que no me hace falta, me someto a su ley; al hacerla contradecir sus designios, reafirmo mi obediencia a ella. Ya sabía que a la 'patafísica le interesa lo excepcional; que las excepciones más vistosas son las que suceden dentro de un mismo sistema, y que por eso el objeto más preciado de esta ciencia es la contradicción; que la gorra es la cosa más patafísica, porque es la menos patafísica (más que negada, es una cosa abocada a la autonegación), y también que es una propedéutica para mi propia excepcionalidad. Ahora sé que, a cambio de sumisión, la gorra me ayuda a estar en paz con mis irregularidades, inconstancias, soledades y hasta ridiculeces (Chesterton escribió algo así: “cuando la gente dice que acciones como correr tras la gorra cuando el viento nos la arranca de la cabeza son humillantes, quieren decir que son cómicas”).

El problema de la gorra es que me hace contradecirme y vivirme como humillación constante. Solo por eso, pero tal vez, habrá que ver qué pasa si dejo de usarla. Con suerte, así rodearé su ley iconoclasta (para tomar tanta distancia de ella como la que separa a la ‘patafísica de la metafísica) y recuperaré mi libertad. Hay que obviar la gorra. A lo mejor esa es la única forma de transgredirla: no usarla más, porque corro el riesgo de volverla el centro de mi naturaleza, de entronizar la sombra, de hacer que su caos involuntario se vuelva ley en este abrirme paso a través de esta fatigosa esfera que llamo “mundo”, y su sol irremediable. Para darme mi propia ley probablemente habrá que desdecirla, y para desdecirla habrá que desusarla, pero no dejaré de correr tras ella cuando el viento me la arranca de la cabeza (Chesterton también dijo algo así: “las cosas que valen más la pena son también las más cómicas”).

Principio que cierra

Aunque el germen de todo este supuesto y su deriva retórica es inequívoco, es difícil profundizar en la naturaleza misma de ese germen. Esta observación tampoco es banal: es cierto que la esencia de ningún objeto es nítida, pero, pero… ¿Pero no dije entre líneas que no hay ninguna cosa en el mundo que no tienda a la transgresión de su ley trascendental? La transgresión es la norma, la excepción de la excepción, etcétera. Apenas un poco menos ruinosa que el horizonte, y un poco más estable que mis anhelos: todas esas cosas que...

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* Aunque lo parezca, la proximidad no es un caso excepcional: el espacio también funda la identidad de quien lo ocupa. El orden basado en cercanías es un forma del de la fachada.



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