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EL PESO DE UN LIBRO. La lectura y el paso del tiempo

Los libros son mis unidades cronológicas favoritas. Para recrear el pasado y desenhebrar con más tino la urdimbre de mi memoria, casi siempre me basta con remitirme al libro que estaba leyendo en el tiempo que necesito recordar. Salvador Novo dijo lo mismo, pero más fino y sin tanta palabrería: “Mis libros/ tienen en sí/ las épocas en que los leí”. Que yo sea un lector calmoso y disperso posibilita esta feliz maniobra: la conjunción de ambos defectos hace que mi experiencia lectora casi siempre se dilate lo suficiente para ajustarse a las anchas parcelas de mi vida. Me tardo mucho (muchísimo) en acabar un libro, tanto que a menudo empiezo el siguiente cuando también comienza una nueva etapa de mi existencia.

Puedo formular mejor esta idea: leo tan poco y tan lento que mis libros son épocas.

Estos son algunos ejemplos de libros que no puedo disociar de una temporada exacta: a la ingenuidad y el arrojo adolescente y a la germinación de mi mal de lectura me remite Gringo Viejo. Mis primeros días en la Facultad de Filosofía y Letras huelen a la selva amazónica, la corrupción y la burocracia lasciva de Pantaleón y las visitadoras. Un día después de mi cumpleaños, y hasta el 6 de enero del año siguiente (o del siguiente) estoy impedido para leer otra cosa que no sean Cien años de soledad o Canción de Navidad. Mis vagabundeos interminables por las calles parisinas son una imagen degradada de los amores contrariados de Julia y Jorge en “La vela perpetua” (un cuento de La ley de Herodes). Por la insolencia de un Scott Fitzgerald ansioso por oír el dictamen viril de un Hemingway pedante puedo recordar a detalle mi último día en París. Esa casa, ese profundo olor a tabaco rancio y esa ardua felicidad suceden de nuevo, como un arcoíris, frente a los nubarrones aciagos de El ser y la nada. La cuarentena, lo que podré llamar el meollo de la cuarentena cuando necesite recordar ese momento totalmente prescindible de la historia (hasta podría llamarlo un no-tiempo, sin ninguna clase de escrúpulo conceptual), está enmarcado por la pasión que Quasimodo sintió por Esmeralda y Notre-Dame, a partes iguales. Santa es la melancolía y el hastío del encierro plomizo, del último suspiro y el último (d)año, cuando creí que algo (el acontecimiento puro, el olvido, la imposibilidad del adiós, la diferancia…) había segado para siempre mis palabras; Santa atraviesa el lastre que aún se siente soberano de este esfuerzo escritural espontáneo.

Un par de aptitudes (llamarlos “virtudes” sería exagerar esa pequeña dosis de inmodestia que necesito para divulgarme en forma de ensayo) refrena y refina la mancuerna de los dos defectos originales: siento una gran rechazo por toda forma de autoridad, que es tan obvio e implacable como constante es mi retentiva (llamarla “memoria” sería exagerar…). La primera no me deja estar paz con la idea de que hay que leer 48 libros al año (uno más que el finés promedio) para vivir en un mejor país que Finlandia; evidentemente, la segunda me ayuda a recordar datos durante meses y meses de intransigencias, procrastinaciones y desviaciones literarias. Combinados, ambos pareos inflan y agotan mi experiencia lectora: ir a los libros para escribir en contra de ellos y dilatarlos. (También puedo complicar con más gusto e intuición esta idea: escribo para que los libros desdigan a sus autores y, sobre todo, a mi propia escritura).

Por todas estas razones, a menudo mi lectura termina por espesarse en una larga serie de diatribas con las formas del ensayo y la narración (con este desdigo a Novo, por ejemplo). Confieso este crimen de pensamiento: creo que la discordia es la única fuente legítima de la escritura, que escribir a favor es una pérdida de tiempo. Sostengo que, como la indiferencia, la vindicación es un peso muerto: aquella lo es de la historia; esta, del discurso.

La siguiente idea tampoco es mía, pero la transformé y la corregí para amoldarla a mis fines, y lo hice con tanta perseverancia y perversidad que ya olvidé sus fuentes: no sé si vivo porque leo, pero sí leo porque escribo y escribo para llenar esos resquicios insípidos de lucidez que suceden entre los sueños: la vida que se llama verdadera[1]. Por eso le exijo algo más a los libros que una mera distracción: les pido más bien un tono, un estilo, una cavilación, una palabra. Busco armas en ellos: la lectura es la escena de mi parresía personal. Al año, apenas empiezo un poco más de una docena de obras, y acabo muchas menos, y la mayoría (eso se ha acentuado con el tiempo) son libros inhumanamente arduos y voluminosos, y tan útiles como hostiles: el penúltimo de mis libros-épocas, por ejemplo, fue El obsceno pájaro de la noche; el último, que va a marcar las vergüenzas, las expediciones, las consecuciones y -eso lo veremos en un par de meses, si llego vivo a ellos- la culminación de mis 27, es Anna Karenina. Casi es obvio que nunca terminé el primero, y que me ha costado una barbaridad indecible y sietemesina llegar al sacrificio de Frou-Frou.

Leo para tener algo que escribir, incluso cuando decido no darle de leer a alguien más (nunca lo logro del todo). Es más: hasta podría conforme con la idea proustiana de que los libros que valen la pena fueron concebidos, en primer lugar, para inspirar a otros escritores, si no tuviera una conciencia férrea que amonesta, severa y avergonzada, este elitismo erudito. Creo que la protesta es legítima: que yo reciba así los libros no me hace suscribir ese ideal egoísta que sostiene que mi posibilidad y yo estamos en el meollo de toda escritura.

Cuando yo lo hago, cuando escribo, no consigno las cosas que me gustaría leer. Y no leo cada vez menos porque cada vez me desagrade más lo que puedo leer; más bien me avoco a ello para describir lo imperfecto y lo fragmentario, y no hay un paraje más fecundo para hallar estas felices anomalías mentales que la literatura: lo que me fragmenta y desmejora mi alma, lo que al principio era una provisión estupenda de mis fondos está en mis fragmentos reunidos, en el derrumbe restaurado de un error ajeno que refleja mis propias ruinas. Esta vez, haré de cuenta que la sentencia es mía: “La escritura me deshace”.

Ahí está mi meollo: los libros son mis marcas cronológicas favoritas, porque no recuerdo mejor algo que cuando me acarrea un pesar. La lectura me parece una guerra que peleo contra mí con las armas dialécticas, artísticas e históricas que puedo robarle a otra persona sin que nadie se entere del hurto (ni siquiera yo mismo). Digamos, para resumir, que concibo la lectura y la escritura como los polos de una sola lucha contra mi desidia y mi apatía, contra mi vanidad y mi autoestima, contra mi circunstancia y todos los planes que concibo para aplazar ese encuentro doloroso con el silencio de mis fantasmas. No busco en los libros el sosiego ni mucho menos un hito que reafirme mis convicciones personales, sino un pretexto para alejarme cada vez más de mi centro. Para alejarme de mí.

Díganme si no es, por lo menos, una idea prometedora: un libro sirve más que un reloj, un calendario o un ramo de rosas para medir esos resquicios de vida que logramos arráncale al tiempo; para medir ese tiempo del que somos soberanos y que responde a nuestros propios designios, o por lo menos al designio de lo que creemos que es nuestro. Los relojes, los calendarios y las rosas nos permiten conocer y mesurar de forma lineal el paso del tiempo que no nos pertenece; un libro nos deja sentirlo de otra manera, más cercana al discurrir cromático de nuestras vidas, nuestros anhelos y nuestras frustraciones. La medida del dolor y la dicha, el hartazgo y el solaz, la amargura y la fortuna o de la soledad y el placer no es la de las horas, los días y los años; es otra cosa, algo más rico en olores, palabras, dinámicas y, sobre todo, secretos. Los libros son el único artefacto que permite mesurar ese tiempo elástico e impreciso de lo que sucede cuando no se lee y que nos pertenece de verdad, porque son vicarios de todo ello: de la vida que se extingue al otro lado, de los sueños que se olvidan en los hábitos, de los amores que ya no se dicen, de las cosas que decimos para adelantarnos a nuestros tiempos y anunciar que estamos por mentir para resistirnos.

Eso es lo que yo recuerdo cuando recuerdo un libro: mis propias mudanzas, mis ires y venires, mis aplazamientos y mis contradicciones personales. Quién era cuando lo leí; a qué olían las hojas de los árboles infectos de hormigas bajo los que me sentaba para hojearlo y, con espíritu atávico, evocar un no sé qué bucólico y sosegado; dónde me encontraba cuando lo encontré y las razones para estar allí y no en casa[2]; por qué lo saqué del estante (por qué ese estante; por qué un estante); de qué trataba de escapar; a dónde me dirigía; qué tanto me estaba aburriendo; qué me avergonzaba de mí mismo, a quién quería imitar; qué vacío trataba de inundar con delirios adoptados.

Los libros me recuerdan clausuras y verdades anquilosadas, lances precipitados, errores preciados, suspensiones necesarias, cicatrices mudas, imprevisiones dichosas, recuerdos perfeccionados hasta un delirio sedante. Me recuerdan.

Sobre este trabajoso placer, Borges escribió muchas cosas más y repitió otras tantas. Dijo, por ejemplo, que su idea sobre la dicha literaria se debía a la que tenía su hermana Norah, a quien le preguntaron qué es la pintura y respondió que es el arte de dar felicidad a través de la línea y la mancha; o que podía sentir el vaho hipnótico que emanaba de una enciclopedia que alguien le regaló cuando ya estaba completamente ciego, porque sentía una conexión vital (y pedante) con la tinta y el papel. Pero yo digo que la felicidad es más bien un velamen que se posa en mis ojos cuando no estoy leyendo. En todo caso, creo que el efecto de la lectura es la verdadera dicha: el remedio contra la verdad, o el principio de la tragedia, no es tanto leer, como haber leído. No creo que los libros sean una forma de la felicidad (aunque tampoco de la desgracia), sino la de una semilla que crece cuando la hago trizas y la esparzo en el tiempo sin tiempo de la escritura hasta velar con sus ramas el cielo nublado.

Por eso, y porque acabo de mudar toda mi biblioteca a un cuarto piso y terminé desencantado por su pesada materialidad, no puedo decir que los amo. No es que los desprecie, pero definitivamente están lejos de ser el centro de mi felicidad. No amo los libros como no amo el agua o el aire. Tampoco amo mi trabajo ni la escritura ni la música. Y aunque no tengo nada por más sagrado que esa fatigosa, discorde y arrogante biblioteca, apenas salvaría del fuego cuatro o cinco de sus libros, pues el amor es imposible donde hay necesidad: no podemos amar lo irremediable.

El gesto que contrapone el amor a la lectura no es original, ya lo sé, pero tampoco es vano. Los libros duelen, porque sus cursos y sus recursos no son eternos, y sus tiempos, mientras persisten, son robados (a las responsabilidades cotidianas, al imperativo de la productividad, a las exigencias gástricas, a otros amores y otras lecturas…). Y ya conocemos de sobra aquella otra sentencia borgeana: amar, soñar y leer son verbos que no admiten el modo imperativo. No podemos obligar ni mucho menos obligarnos a amar a alguien, soñar esta u otra trama o leer lo que no fue escrito para nosotros, pero sí podemos obligar y obligarnos a interrumpir sus ejercicios: no hay órdenes más lacerantes que “déjalo”, “despierta” y “termínalo”. Renunciar a un amor improbable lastima, despertar de un sueño enternecedor abrasa, terminar un libro vacía. Y dejar de amar, soñar y leer son sacrificios que desgarran y se costean con algo que, por lo menos al principio, se parece mucho a la mentada dicha.

Eso de cerrar un libro y regresarlo a su lugar en el estante con la misma pesadez con la que renuncias a decir “Te amo” o despiertas de un sueño con el miedo de olvidarlo para siempre, es una pena alegre. Y no estoy pensando aquí en el tópico de la vuelta de página; la sensación es real: gozamos un duelo fugaz cuando llegamos a la otra orilla, donde recomienza lo que somos. Acabar una lectura también acarrea la muerte de una lengua privada, el fin de una manía, el cierre de un tiempo y el olvido de un rito.

Acabo de hacerlo: aparté el volumen, escribí una reseña, revisé el librero, tomé otro libro, me obligué a comenzar de nuevo y me resigné a la idea de que yo, como el último adiós, soy también un recuerdo que corre hacia su propio paroxismo: de que me consumo como un libro, que enhebro mi desenlace, que me desgasto porque el tiempo me ha dejado en los cantos marcas similares a las que le hice a lo que poco a poco estoy dejando de amar. Cerré un libro y recordé que vivo como algo siempre inconcluso, que me define lo que está por venir: el último libro, el último sueño y el postrero amor. Aparté el volumen, lloré un adiós callado y ahora escribo el testimonio de una nueva derrota. Odio lo que leí, porque lo aguardo desde su fin; lo odio porque lo que amé y lo tengo aterido aquí, en una lectura que molesta en el horizonte, lejos de mis manos y mis ojos, como un gajo de este deslizarse a un negro sueño donde no hay aire ni agua ni sonrisas ni hastío.

Acabo de entender que si recordamos mejor (o sea, más seguido) las cosas que perdimos, es porque la añoranza es el principio de la devoción. Por eso nos parecen más entrañables nuestros despojos que cualquiera de nuestros anhelos acabados. Y por eso también acabo de entender que yo, más que todo goce, soy la escritura de esos libros: un borrador, una inspiración, un enfado, una reconciliación, un concilio, un consuelo, una decepción y una hoja doblada. Me reconozco en ellos como el tiempo que he sido: la distancia que tomo de mí está cercada de escritura antepuesta a mis libros, como lo está el tiempo puro.

Confieso todo lo que he escrito hasta aquí para atreverme a confesar después que perder el tiempo leyendo es la manera más sensible y sosegada que he encontrado para resistir la vida inclemente. Como Sor Juana, prefiero leer que divertirme, porque todo esto es mejor que escuchar el portazo que el tiempo da al salir de mí y que oler los humores de su descomposición. Los libros son mis marcas cronológicas favoritas, porque con ellos recuerdo el tiempo que se me ha escapado cuando me he propuesto volver a imaginar lo esencial estéril (verlo de nuevo es imposible). Soy la escritura de este miedo a salir de mí para verme como algo otro, de vaciarme para entender la oscuridad que aguarda tras mi tiempo.

Hoy acabé un libro que era otra cosa (no fue El obsceno pájaro de la noche ni Anna Karenina ni La leyenda de los siglos) y me quedé acostado en la cama hasta la una de la tarde pensando en él. Por eso se me olvidó descongelar las verduras y me retrasé con una entrega en el trabajo. Exhausto por esta nueva derrota, al final me concedí una revancha con este ensayo para dar cuenta de un pesar y un pasar; para dar [(me) cuenta del paso de] mi tiempo. Otra vez.

***

[1] Esa que se amolda a nuestras ansias inconfesables, que se doblega a la cadencia de nuestros afanes cotidianos: el fin de todo hábito… Yo, al menos, vivo para agotarme.


[2] De nuevo el tiempo, esa flema hedionda que se escurre de nuestros labios cuando contemplamos el vacío.



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