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ENSAYO SOBRE LA EMPATÍA

Este ensayo tiene su origen en un artículo que escribí en mis primeros días como copirruaider con hambre frilans. Aparentemente, la historia contemporánea de la seguridad vial no le enseña a los automovilistas cómo no romperse su madre (el noble objetivo del blog que me lo rechazó), y por eso el artículo nunca vio la luz (y no me lo pagaron). Lo rescato en este espacio para insistir en una tesis: la empatía es el punto de partida de todo sistema vial vigente, pues los más grandes expertos en seguridad vial coinciden en la idea de que, para evitar darse en la madre, hay que pensar primero en los demás (obviamente).


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La congestión vial no es un mal exclusivo de la vieja normalidad. El tráfico, los accidentes viales y los embotellamientos conforman un solo y constante padecimiento que ha aquejado a casi todas las grandes ciudades desde el descubrimiento (¿o la invención?) de la rueda. Sin embargo, hasta hace un siglo y medio se llevaron a cabo muy pocos esfuerzos por buscarles soluciones eficaces y duraderas a estos males. Tal vez, la única excepción a esta indiferencia vial histórica haya sido la lex Iulia Municipalis, un conjunto de normas publicado por Julio César en el 45 a. C. que confinaba a la noche la circulación de las carretas tiradas por caballos a través de los caminos de Roma.
    La lex Iulia fue adoptada en Europa muchas veces sin modificaciones considerables en los siglos venideros, hasta que devino eso que a sus hijos le dio por llamar el "Siglo de las Luces". En la Ilustración, las ciudades empezaron a ser consideradas, tratadas y — el horror positivo— hasta veneradas como un cuerpo orgánico. La teoría urbanística de corte fisiológico fue el efecto del primer análisis serio sobre el flujo vial y sus peligros, y llevó a las autoridades ilustradas a pensar nuevos planes arquitectónicos para asegurar que las vialidades funcionaran con la eficacia de un sistema hemático sano. De las reflexiones que se llevaron a cabo entonces resultó un puñado de obras viales exitosas en la Europa de los siglos XVII y XIX; la más conocida es la serie de transformaciones que se realizaron en París, en la época de Napoleón III y bajo la dirección del Barón de Haussmann, por las que los últimos remanentes medievales de la capital francesa fueron demolidas para ensanchar sus bulevares más importantes, a fin de liberarla del tráfico y de las enfermedades provocadas por el hacinamiento y la “concentración de miasmas”.
    Sin embargo, como asegura Iain Gately en Rush Hour: How 500 Million Commuters Survive the Daily Journey to Work, a medida que las ciudades se ensanchaban y la sangre urbana “se coaguló en el siglo XIX, y las arterias y las venas se taponearon con el estiércol” de los caballos que tiraban de los carruajes, el desarrollo de métodos de control vehicular cada vez más complejos se hizo más imperioso. La primera respuesta concreta a la nueva crisis vial provocada por la explosión demográfica la dio el ingeniero inglés John Peake Knight en 1868, cuando inventó el semáforo. Su prototipo fue instalado en Londres, en el cruce de las calles Great George y Bridge, y funcionaba como una lámpara de gas que indicaba “alto” con una luz roja, y “siga” con una luz verde, imitando las señales ferroviarias. Después de un mes de funcionamiento, el semáforo explotó hiriendo de muerte al oficial que lo operaba, por lo que fue retirado tan solo un año después de haber sido patentado.
    El siguiente paso en la carrera moderna por la regulación vial fue mucho más exitoso, tal vez porque su desarrollo zanjó una insuficiencia más elemental que la que podía resolver cualquier innovación tecnológica. Se trata de las primeras normas oficiales de control vehicular, ideadas por un genio estadunidense llamado William Phelps Eno.

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William Phelps Eno nació en Nueva York en 1858. Fue el hijo menor de Lucy Jane Phelps y del magnate Amos Richards Eno, quien es recordado en Estados Unidos porque fue el dueño del mítico Hotel de la Quinta Avenida, uno de los puntos de reunión favoritos de la élite política y social de Nueva York en la segunda mitad del siglo XIX.
    William estudió en la Hopkins Grammar School y en la Universidad de Yale, de la cual se graduó en Arquitectura en 1882. Desde su infancia, los problemas de movilidad urbana lo fascinaron más que cualquier otro tema. Según sus propias palabras, él comenzó a reflexionar sobre el tráfico y sus complicaciones socioeconómicas en 1867, cuando presenció una carambola en las calles de su ciudad natal. Entonces tenía 8 años y, junto a su madre, iba de regreso a su hogar en una calesa — o sea, el tipo de carruaje que siempre vemos en las películas de época—  cuando un embotellamiento los detuvo por media hora. Este acontecimiento marcó al joven William porque le costó trabajo creer que una docena de carruajes pudieran causar tal alboroto; le resultaba incomprensible que “ni los conductores, ni los oficiales de tráfico y nadie a su alrededor supieran qué hacer al respecto” (así como a nosotros nos resulta incomprensible que un par de bobos no entiendan que no necesitan dejar sus autos en medio de la avenida para que las aseguradoras puedan verificar quién tuvo la culpa: el que tenga el golpe más cercano al capó).
    En fin: en cuanto se graduó de la universidad, Phelps Eno se integró al negocio de su familia y comenzó una fructífera gira empresarial en Nueva York y Connecticut que duró dos años completos, en los que se dedicó exclusivamente a la adquisición de bienes raíces. Sin haber recibido una formación académica en ingeniería urbana, durante este periodo de su fascinante vida, llena de aventuras infranqueables y grandes obstáculos financieros,  la impresión que el accidente de 1867 dejó en él lo llevó a enfocar cada vez con más empeño su tiempo libre al estudio de las vialidades (y la estupidez humana), lo que le permitió al fin, en 1898, renunciar al mundo de los negocios para comenzar el desarrollo de una reforma urbana que más tarde culminaría en la primera ley moderna de movilidad vial.
    Esta etapa de su gran reforma duró once años y tuvo dos grandes hitos: el primero sucedió en 1900, cuando publicó un artículo titulado Reform in Our Street Traffic Urgently Needed en la revista Rider and Driver, donde proponía, entre otras cosas, el diseño de la primera señal de “alto”, la cual debía emplazarse en las intersecciones de las principales avenidas de una ciudad; el segundo de esos hitos sucedió tres años después, con la redacción de sus célebres “Reglas del camino”, que Nueva York fue la primera en adoptar en 1909. Con la redacción de estas reglas estableció varios hitos, como medir su genio con el de Julio César, sublimar el gran trauma de su vida y definir el término “vehículo” como todo aquel medio de transporte que ande sobre ruedas, lo que incluía tanto a los automóviles como a los carruajes, pero excluía los puestos ambulantes y las carriolas (un bebé jamás va a agarrarse a madrazos con un fulano para que le pague la afinación de la carriola, o a parar el tráfico en Viaducto un lunes a las 7:30 de la mañana hasta que Pampers llegue al lugar del siniestro a levantar un reporte de daños).
    El mismo año en el que redactó su artículo, William Phelps Eno mandó a hacer con su propio dinero un juego de los dichosos letreros de "alto": estos, a diferencia de la lex Iulia, no les prohibían el tránsito por la ciudad durante el día a los vehículos pesados, pero sí les ordenaban circular exclusivamente por los carriles extremos de la derecha. William Phelps Eno instaló por todo Nueva York cien de esos letreros rectangulares de 25 x 48 cm pintados de azul, en los que se leía la nueva regla con grandes letras blancas y, debajo de ella, otro mensaje paralelo y más pequeño que les informaba a los ciudadanos que era posible obtener una copia de las “Reglas del camino” en cualquier comisaría de la ciudad, con lo que remarcaba uno los estatutos más innovadores de las "Reglas del camino": La ignorancia de estas normas no es excusa suficiente para desobedecerlas”.
    Él mismo no tardó mucho en darse cuenta de que el diseño de sus letreros tenía algunos inconvenientes que dificultaban que un conductor pudiera recibir su mensaje sin poner en riesgo su vida. Por ello, rediseñó el letrero en varias ocasiones hasta que encontró su (fallida) “fórmula mágica”: las dimensiones de la nueva señal de alto tenían que ser 20% más grandes que las del original, y su mensaje necesitaba 50% más palabras. Evidentemente, el nuevo letrero también incluía un padrenuestro, por aquello de que esas señales estaban por convertirse en lo último que vería un conductor en vida, y una reseña exhaustiva de Tom Sawyer.
    Ya, en serio: obviando los evidentes errores de diseño, la innovación vial que supusieron estos letreros se alimentaba de la misma intuición que dio vida a toda su normativa: la mejor forma de evitar accidentes, en la interacción cotidiana entre automóviles y carruaje, era que todos los vehículos circularan únicamente por la derecha, a menos de que tuvieran que rebasar a otros vehículos. De esta intuición también se derivó la norma que obligaba a los conductores a informarles siempre a los que les procedían, fuera con la mano, el látigo o con una fuente de sonido, sobre sus intenciones de dar vuelta en un quiebre o de disminuir su velocidad.
    Así como estos, de los análisis de Phelps Eno resultaron varios principios viales que aún conservamos en nuestros días: por ejemplo, en sus “Reglas” los vehículos de emergencia ya tenían prioridad de paso absoluta sobre cualquier otro vehículo, y los conductores civiles tenían la obligación de hacerse a un lado para dejarles la vía libre; además, ya establecían que la edad mínima para poder conducir eran los 16 años. De sus intuiciones también nacieron los primeros protocolos que los vehículos debían acreditar para poder ser operados con seguridad en la vía pública; los dos más importantes siguen vigentes: ningún vehículo podía circular sin luces apropiadas y sus condiciones materiales no debían obstruir el ángulo de visión a sus operadores. Sin embargo, como no podía ser de otra forma, ese mismo espíritu innovador además dio lugar a la creación de algunas reglas que las normativas contemporáneas prohíben con rigor: la más notoria es la que establecía que cualquier persona podía viajar colgada de la popa de cualquier vehículo —es decir, fuera de la cabina de transporte— siempre y cuando el conductor se lo permitiera y ninguna parte de su cuerpo rebasara los límites naturales de la estructura vehicular.
    La publicación de sus “Reglas” y su artículo le ganaron a Phelps Eno la fama como experto en movilidad y seguridad urbana. A partir de la fascinación que generaron sus revolucionarias ideas, Phelps Eno pudo construirse una exitosa carrera como urbanista, desarrollando planes de infraestructura vehicular para controlar el tráfico y asegurar el camino de los peatones. Algunos años más tarde, sus ideas fueron adoptadas en París y en Londres después de que probaron su eficacia en las calles de Nueva York.
    En la época en la que concibió su reglamento, el mundo ya conocía los vehículos motorizados, pero aún le faltaban algunos años para inventar las licencias de conducir y los cruces peatonales. La única señalización vial que conocían los jinetes y los conductores de su tiempo eran los letreros campestres que les indicaban a los viajantes qué tan lejos se hallaban de la siguiente ciudad. Por eso, la idea de una señal de tráfico que obligara a los conductores a realizar una acción sin recurrir a una barrera física fue un gesto revolucionario en la medida en que obedeció a un régimen civilizatorio, más que represivo.
    Gracias a sus ideas, los métodos de control vehicular y seguridad vial por fin pudieron dar pasos colosales. Tan solo dos años después de que Nueva York adoptara las "Reglas del camino”, una carretera de Míchigan se convirtió en la primera en el mundo en tener una línea central para separar los carriles. Además, en 1915, en Cleveland se implementaron las primeras señales eléctricas de tráfico, y en Detroit, la tradicional meca norteamericana de la industria automotriz, fue instalada la primera señal de alto inspirada en las propuestas de Phelps Eno.
    Pero el mayor aporte de este genio, el mismo que le ganó el título de “Padre de la seguridad vial”, no fue fruto de su intuición tecnológica ni de esa capacidad de abstracción excepcional que le permitió proyectar nuevas formas de distribuir el espacio urbano. Su obra más importante es más simple, pero más fundamental en la medida en que llenó un enorme vacío de la entonces incipiente cultura vial. La importancia de Phelps Eno descansa en el hecho de que, como aseguró Joshua Schank, el CEO de la Eno Transportation Foundationen algún sitio de internet de cuyo dominio no quiero acordarme, sus descubrimientos sobre seguridad vial descansan en un sentido moral básico: la empatía. En el seno de todas las aportaciones viales de William Phelps Eno se halla la regla vial más importante de todas: para manejar seguro siempre hay que pensar en los demás.
    Y  pensar en los demás quiere decir, amigo del pesero:
  • Usar esa palanquita chidoris que está a la derecha de tu volante para indicarle al de atrás que no te vas a seguir de frente, o para avisarle que te le vas a meter "por favor", porque el de adelante va más lento que una Mañanera.
  • Recordar que el "peatón no es un tope".
  • Pensar que el que viene en sentido perpendicular al tuyo también puede ver tu semáforo, que no cree que seas tan asno como para no desacelerar y que el amarillo no quiere decir: "písale, carnal, para que le ganes a este broder, que ya metió primera".
 
G. Alquicira Zariñán



© Gerardo Alquicira Zariñan. Peligro a la izquierda derecha

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