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CONTRA EL JUICIO DE SOBREVALORACIÓN

Asegurar que algo está sobrevalorado es siempre una malintencionada petición de principio, además de un lance lógico a todas luces recursivo e inútil. Sí, la idea original, aunque referida a la palabra "problema", es de Borges. Pero esta entrada no tiene que ver tanto con el problema autoral ni con el de la excesiva (y con frecuencia exagerada y ciega*)  confianza que muchos hemos depositado en el genio del viejito enciclopédico, sino con una experiencia sensorial más usual y vana, pero también más insidiosa: un dolor de cabeza que no se me quita desde hace horas, y que me provoqué haciendo ejercicio, y que no me deja pensar y ya me tiene harto. 

Decía ayer que emitir un juicio acerca de la medida justa del valor de una cosa es suponer que la cosa tiene un valor trascendental fijo, infranqueable, nouménico y aparentemente opaco (“esotérico” tal vez sería un mejor predicado), al que el juicio debe ajustarse para convenir a la verdad. Y, claro, que hay algo así como La Verdad Absoluta acerca del valor de una cosa. De todos los inconvenientes aparejados a este inmanentismo axiológico, el más problemático tal vez sea el primero que enumeré: su condición como propedéutica del fascismo judicativo. 

Me explico: lo absoluto en el juicio “Algo está sobrevalorado” condiciona y limita (recuérdese la frase de Oscar Wilde) la experiencia de la cosa, pues la confina a una esfera estética infértil, avasallada y meramente contemplativa. Si algo está sobrevalorado es porque se tiene en una estima desproporcionada, según la ley de su valor inmanente; si algo puede estar sobrevalorado, el que lo “valora” no puede ser más un agente de construcción (y deconstrucción) de su valor trascendental, y solo puede devenir un receptor impotente de la generalidad de sus esquemas epistemológicos, cuya fijación ha precedido a la forma en la que la experiencia de ella afecta su gusto. Cuando algo está sobrevalorado, entonces no puede ser revalorado. 

Si lo que aprendí en mis clases de universidad lo aprendí bien, en este momento debería (espero que no sea muy tarde) establecer un axioma para fundar con solidez una crítica diatriba contra el juicio de sobrevaloración y desarrollar con más claridad mi punto: sea el “valor” la medida de nuestro aprecio por una cosa, tenemos que su expresión y su mesura condicionan sustancialmente la actitud que tomamos frente a ella. Con independencia de la fuente del valor (es decir, sin importar que nos digan que “X” vale porque sí, o porque sus creadores han empeñado grandes cantidades de esfuerzo y tiempo en su creación, o porque es significativamente más bello que otra cosa parecida —por ejemplo: el oro es más valioso que la plata porque es más atractivo—, o porque…), que algo valga más que otra cosa, en términos generales, nos hace apreciarlo más en relación con aquello con lo que se compara: nos permitimos que la percepción de la cosa mejor valorada nos afecte más placenteramente. 

Esta relación (la que se establece entre la cosa y nosotros, entre la aprehensión del valor y el ejercicio de una práctica moral frente a ella, el Juicio…) funda un círculo de validaciones recíprocas entre el valor y sus fuentes, difíciles de advertir y aún más de sortear. Es que el juicio, como ya lo sabemos los kantianos, es la meseta entre el par de segmentos en los que se divide la filosofía: el teórico (el conocimiento filosófico de la naturaleza) y el práctico (la legislación moral de la razón). El valor es la expresión de agrado o desagrado por el modo en que el aparecer de la cosa (su fenómeno) afecta nuestro gusto: que un Maserati valga más que un KIA, nos hace estar dispuestos a pagar más por aquel que por este, incluso si eso significa que, en un mundo hipotético, donde contamos con el dinero suficiente para comprar cualquier carro en el mundo, aún preferiríamos traer un RIO en lugar de un MC20. Y esta disposición precondicionada a su vez hace que el valor del Maserati se eleve sobre el del KIA: el RIO vale menos que el MC20 porque estamos dispuestos a pagar menos por él, y estamos dispuestos a pagar menos por él porque vale menos, y vale menos porque… 

¿Se entiende ya cuál es el problema fundamental del inmanentismo que cimienta el juicio de sobrevaloración? En la medida en la que este moldea nuestra actitud frente a la cosa, postular la posibilidad de la sobrevaloración es postular a su vez la existencia de un valor absoluto referencial (es decir, universal e inamovible), y también prescribir (y hasta recomendar) una incapacidad resignada para transformar a la cosa de raíz; es establecer de antemano una sola actitud infranqueable y fija frente a ella. Si algo puede estar sobrevalorado, entonces la experiencia de ello no puede ser más que una búsqueda fatigosa, resignada e imposible de su valor verdadero. Lo sobrevalorado se nos presenta entonces como aquello cuyo valor ha sido establecido de antemano, sin tomarnos en cuenta, y a cuya auténtica medida es lo único a lo que podemos acceder, usando una pizca de ingenio, serenidad y valentía. 

Luego, decir que algo está sobrevalorado es una malintencionada petición de principio porque postular la existencia de un valor inmanente de la cosa lo es: si algo tiene un valor específico, lo tiene porque vale lo que vale. Cuando afirmo que una cosa está sobrevalorada, estoy postulando, precisamente, que ella tiene un valor inherente que no depende de mí (y en cierta medida, de ella misma), y que, lejos de fundarse en una característica esencial de la cosa, la constituye de raíz (es decir, al hacerlo estoy asegurando que el valor de la cosa en cuestión es una característica que la hace ser lo que es, y cuya supresión la modificaría de tal manera que devendría algo más), y cuya existencia no puede ser demostrada sin recurrir a los efectos del valor: la cosa vale lo que vale, porque no vale más, y si la valoras por encima de este valor, lo estás sobrevalorando, porque su valor, que está dado de antemano, no puede ajustarse a la nueva revaloración que tu sobrevaloración está tratando de fundar. De este modo, la única relación lógica posible que se puede establecer con una cosa “sobrevalorada” es una hermenéutica entusiasta que tienda a la reapropiación de su valor esencial. Como casi nunca se me entiende porque escribo de la v… voy a tratar de formular esta idea de otra manera: lo que se juega aquí es la relación que tenemos con la cosa y la posibilidad de alterarla, y de ser partícipes de su constitución óntica. Es, en fin, la posibilidad de una libertad estética. 

Aquí va una estocada lanzada con optimismo y un poco de ingenuidad (como si no todo optimismo estuviera fundado en una candidez ignorante) contra el juicio de sobrevaloración: este viola el principio general de la facultad judicativa descrita por Kant en la Crítica del juicio, según la cual ningún juicio “contribuye en nada al conocimiento de la cosa”, aunque sí muestra la relación particular que nuestra facultad de conocer guarda con los sentimientos de dolor y placer que ella podría provocarnos. La dinámica fundamental del juicio de sobrevaloración sí que afecta la constitución misma de la cosa y su representación, y al afectar el conocimiento que tenemos de ella también termina modificando el modo en que esta representación nos conmueve y exalta nuestro gusto. Es decir, el juicio de sobrevaloración, es dependiente del concepto de perfección (KU, § 15), ya que presupone una finalidad objetiva del objeto con la cosa, a la que el juicio de lo bello es ajeno. El juicio de sobrevaloración tiene un fondo eminentemente neoliberal (o como gustes llamar a eso que nos tiene desempleados y que nos hizo, amigo millenial, despedirnos de nuestras pensiones): no concibe la posibilidad de algo pueda fundarse en una finalidad sin fin (como lo bello, o lo divertido, o lo bellaco, o lo identitario); que las cosas que no valen para algo no valen; que lo que gusta porque sí es inútil; que las cosas adquieren su valor por la relación que guardan con un fin determinado. 


¿COROLARIO?

El juicio de sobrevaloración no se basa en una ley a priori, sino en una valoración subjetiva del valor inmanente de la cosa; aunque se pretenda, no puede ser jamás un juicio determinante (es decir, no se basa en la subsunción de lo particular en la universalidad de una ley trascendental), ni mucho menos reflexionante (no pretende derivar lo universal de lo particular), aunque se niegue, puesto que su operación básica no es sino la derivación de un régimen judicativo propio dentro del cual se busca encuadrar la particularidad fenoménica de lo que se juzga como “sobrevalorado”. 

He ahí la base de esa insidiosa petición de principio del juicio de sobrevaloración: la pretendida universalidad de su ley que le sirve de suelo a la subordinación de lo particular es siempre indemostrada, sacada de la manga, gratuita, pues no proviene del entendimiento puro a priori, sino de otro juicio. El valor que la sobrevaloración ha rebasado (disque) es apenas un principio que el sujeto del juicio se da a sí desde lo particular del objeto de valor, pero que pretende actuar como principio universal de toda posibilidad judicativa acerca de lo valorado. La ley que rige todo juicio de sobrevaloración (“Un Maserati vale más que un KIA”, “Los Beatles no son la gran cosa”, “Quentin Tarantino es para pousers”, “Guácala Lars”) fue redactada por un Dios que lleva muerto tanto tiempo que ahora solo se conservan sus huesos: el absolutismo. 

P. D. El juicio de sobrevaloración limita la recepción de la cosa, porque le pone un freno al goce febril de lo que gusta y a la experiencia constructora de sentido. Si la cosa puede ser sobrevalorada, debo por tanto limitar mi pretensión de construir su mérito, y debo constreñir mi experiencia estética de ella a una fría exégesis de su infranqueable condición trascendental. Si la cosa puede ser sobrevalorada, no puedo menos que resignarme al ritual de su designio invariable, a la dura piedra de su ley que le da un carácter monstruoso y profético, como de Juicio Final, de Muerte, de lo inevitable, de lo invencible, de lo eterno, de un viejo vicio, de lo que está ahí para condenarnos al fuego: de un dolor de cabeza.


G. Alquicira Zariñán



* Para no desaprovechar la oportunidad de hacer un chiste que no da risa, pero que valida y recomienda una recepción más cautelosa y suspicaz de esto que lees, querido amigo.

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